Como
cosa extraña la mañana estaba soleada. El suelo aún estaba húmedo, unas pocas
horas de sol no son suficientes para secarla. El verde de la vegetación
realzaba bajo la luz matutina. Todo olía a tierra húmeda. El olor se sentía aún
más debido a la evaporación que producía el Sol tropical. Los colores, los
olores, llegaban a lo más profundo de los sentidos. Pero eran las palabras de
aquel alto, flemático, lacónico y sereno sacerdote hindú las que llegaban a lo
profundo del corazón. Narraba cómo un Delegado de la Palabra, sencillo, pero con
la espiritualidad profunda que caracteriza al pueblo q’eqch’í, concluía una
razonamiento diciendo “Padre: ¡¡¡pobres los ricos!!!”.
Recuerdo
que había contado como los nuevos dueños de las tierras cerraban el paso a los
indígenas. Los ninguneados, los pobres entre los pobres, los despojados, no
tenían permiso de pasar con sus productos “mecapaleados” a las espaldas, por
las tierras de los nuevos propietarios. Esto les obligaba a realizar 2 o 3 días más de
camino para rodearlas o… a dejarlos a la mitad de su precio al nuevo dueño.
El
mecapal… instrumento de comercio en los tiempos en los cuáles eran libres,
dueños de su tierra. Símbolo de esclavitud en la era moderna. Utilizar la
frente para tensar y ayudar a llevar la carga que se lleva a las espaldas,
doblados bajo su peso, bajo el peso de la discriminación, de la marginación,
del desprecio, del despojo, del sometimiento…
La
sangre me hervía… ¿o acaso era el espíritu? Eran sus tierras, de ellos, del
pueblo q’each’í. De ese pueblo tan sereno, tan espiritual pero tan bravío que
jamás dejó que le conquistaran por las armas. Sólo lo pudo hacer el amor de los
misioneros. Pero estas tierras ya no les pertenecen. Los “ladinos” les despojaron
de ellas. y, algo peor: a ellos, a los Yaal
Winq (verdaderos hombres), les despojan de
su cultura, de su orgullo, de su ser…
“Uno
de los finqueros les amarra a un palo, les flagela, les deja allí toda la noche
para castigarles” . Las palabras sonaban a relato medieval y retumbaban en mi mente. Algo así parecía inconcebible a finales del siglo XX. Pero así era. Y
ellos callaban. En silencio sufrían la explotación, el menosprecio…
La
guerra que se libraba también en sus tierras parecía la consecuencia lógica a
aquellas actitudes. Pero no era suya. Era de otros. Ellos casi no participaban.
Solo ponían los muertos, los mutilados, los ancianos quemados, las niñas y mujeres
violadas, los niños estrellados contra las piedras, los bebés lanzados al aire para utilizarlos en concursos de tiro entre la soldadesca y recibidos
en las puntas de las bayonetas, pueblo ahogado en una orgía de sangre…
No
sé a ellos, a mis compañeros, pero a mí, formado en una educación jesuita que
me había calado hasta la médula de los huesos, el espíritu, porque no era la
mente, me retumbaba con cuestionamientos.
¿Puedo
permanecer indiferente frente a esta realidad? ¿Puedo simplemente conmoverme y
olvidarme de ella? ¿Puedo gozar mientras mi pueblo sufre? ¿Cuál es allí la
misión de cualquier persona -por el mero hecho de ser persona-, en medio de esa
situación de discriminación, menosprecio, miseria, explotación, despojo,
asesinatos masivos, prepotencia, inhumanidad, que ninguneaba totalmente a una
cultura milenaria? ¿Pueden la riquezas y el bienestar personal ser el impasible
e indiferente objetivo de una vida?
La
noche de aquel día, veía desde mi ventana las gotas de lluvia, que al caer
fertilizaban y reverdecían aquellas tierras. Les daban vida y vida en
abundancia. Así comprendí algo. Ese pueblo, mi pueblo, necesitaba la vida y la
vida en abundancia. ¿Dársela iba a ser lo único capaz de brindarle sentido a mi
existencia? ¿Era eso lo único que me hacía entrar en comunión total y plena
identificación con Aquel que había traído y recibido la vida plena? ¿Se iba a
convertir aquello en el único objetivo capaz de dar a mi ser, en reciprocidad,
la vida plena? ¿Ello era, acaso, la comunión existencial con el Dador de vida?
Sí,
definitivamente “Padre: ¡¡¡pobres los ricos!!!”, esos que jamás pueden descubrir
la vida plena y ridículamente la identifican con sus pobres riquezas. Pobres,
porque al hipócritamente comulgar, comen su propia condenación. ¿Cuál
es la verdadera comunión, la comunión de existencias con el que recibió la
plenitud de la vida luego que creyeron arrebatársela los ricos de aquel tiempo?
La inquietud quedaba metida es mi espíritu para siempre. Jamás ha salido de él
y sigue alimentándolo en una comunión perpetua…
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