lunes, 28 de mayo de 2012

Pascua...

Deposité al niño q'eqchi' sobre la camilla. Hervía en fiebre. Una erupción cutánea le cubría todo el cuerpo. Una enfermera lo atendía hasta que llegó el interno, un estudiante de medicina que estaba de turno. Ya estaba entrada la noche y el intero no sabía que le pasaba... ni habían laboratorios para hacerle los exámenes respectivos. El equipo necesario para realizarlos sí estaba. Deteriorado y arruinándose aún más con la humedad propia del Hospital y empeorada por la natural de Cobán. Pero allí estaba. Como un gran insulto al pueblo. Como una escultura a la desfachatez y a la corrupción. No había personal preparado para operarlo ni técnicos para repararlo. Había sido adquirido sobrevalorado, lo que había dejado jugosas ganacias a muchos burócratas, ganancias proporcionales al puesto. Desde el ministro hasta el Director del Hospital. Luego había sido increíble y demagógicamente publicitada su adquisición y nunca había sido utilizado. Sólo era otra más de una larga cadena de similares "adquisiciones para el desarrollo del país". Las autoridades gozaban sus ganancias, indiferentes, satisfechos. Mientras, el niño, y otros muchos, morían ninguneados, utilizados, explotados, marginados, despreciados...

Era la Vigilia de Pascua. Me sentía muy contento. Había terminado el retiro con los Grupos Juveniles y había sido todo un éxito. Satisfecho asistía a la celebración litúrgica del día. Todo era paz y alegría. ¿Era el Espíritu del Señor sobre nosotros? Recuerdo a un jesuita advertirnos que los estados espirituales no se deben confundir con los anímicos. Pero es difícil no hacerlo. Más para unos jóvenes como éramos en aquel tiempo. Sentado a la par del altar, en la puerta que daba a la sacristía, gozaba la Celebración.

De pronto me había llamado el sacristán. Una señora q'eqchi' con su hijo muy enfermo estaban allí. Era urgente llevarlo al Hospital de Cobán. Sólo en nosotros encontraban apoyo y consuelo. El niño estaba muy enfermo: fiebre muy alta y una rara erupción en todo el cuerpo. Me habían dado autorización de usar los vehículos. Por lo que, sin dudar, salí de la sacristía, acerqué uno de los Suzuki, subí a la pareja indígena y tomamos el camino de Cobán. Lloviznaba

Con alguna medicina que recetó el interno la fiebre empezó a ceder. No podía hacer nada más..., o casi nada más. No había nadie más a quien acudir. Todos estaban de vacaciones celebrando la Semana Santa. Yo lo comprendía. Era mejor llevarlo de regreso y que el lunes le examinara uno de los médicos que asistía a nuestros niños del Centro Asistencial. Eso si el niño resistía y lograba vivir hasta ese día. Había que llevarlo al Suzuki. La enfermera acercó una destartalada silla de ruedas que nunca me expliqué como aún cumplía su función. Había que poner al niño allí. El estudiante de medicina podía hacer algo más, pero ante solo la idea, hizo un gesto de asco. No quiso tocarlo. No soporté, en plena Pascua grité una palabrota, cargué al niño y lo puse en la silla. La enfermera se sorprendió, sabía de dónde venía y quien era. En su escala de valores probablemente era peor decir una "mala palabra" en la Pascua que despreciar a un niño enfermo, pobre e indígena. Con todo, nos acompañó en el camino de salida del Hospital. Lo mismo hizo el interno. Ella iba más por la silla, tenía que regresarla a su lugar, y él más por vergüenza que por conciencia. Al tener que subir al niño al Suzuki, el interno realizó el mismo gesto de desprecio. Ante la actitud repetida solté otra palabrota, distinta, tal vez peor, y, cargándole en brazos, subí al niño.

La llovizna había evolucionado a lluvia, eso cerraba aún más la oscuridad de la noche. Las lágrima se me salían aunque mi machista formación latina dictaba que el hombre no llora. Ahora no valían los esterotipos. ¿Cólera? ¿Impotencia? ¿Tristeza? ¿O más bien todo junto? Esto último era lo más probable. Oraba al Espíritu del Señor para que fortaleciera a aquel niño y le concediera llegar al lunes. Tal vez algún médico podría hacer algo ese día. Aunque el indígena pocas veces llora, la madre lloraba con el niño en su regazo. Recordé La Piedad de Miguel Ángel, pero ahora no protagonizada por aquella bella escultura de mármol, sino por algo más bello, patético y vivo: una madre q'eqchi' con su niño muriendo.

¿Qué habrá sentido María? ¿Qué resurreción le esperaba a aquel niño? ¿Qué le esperaba a esta María q'eqchi'? ¿En qué consistía "Celebrar la Semana Santa"? ¿Cuándo iba a terminar esta prolongada Pasión para el pueblo q'eqchi' y para los pobres del mundo? ¿Cuándo va a ser su resurrección? ¿Cuándo van a, finalmente, tener vida y vida en abundancia? Y los Herodes que condenan a su pueblo al sufrimiento por mantener o acrecentar su posición económica y social ¿qué va a ser de ellos? ¿Es qué realmente hay un infierno o era un mero deseo personal, una necesidad proyectada ante la injusticia del mundo? No sabía que responder y el camino era muy corto para meditar tantos interrogantes.

Lo deposité en una de las camas de madera del Centro Asistencial, me aseguré que la mamá estuviera bien, a la par, porque era imposible e inhumano e, incluso peligroso, separarles. Regresé a la casa. La Vigilia había terminado. La lluvia y la noche me envolvían y, lo que era peor, los cuestionamientos. Mientras caminaba lentamente del estacionamiento al comedor, me embargaban los pensamientos: ¿Es suficiente un cristianismo litúrgico? ¿Se puede sentir tranquilo un cristiano por sólo cumplir con la asistencia a los sacramentos? ¿Basta confesarse y arrepentirse por pecados, la mayoría de veces, relacionados con la moral sexual? Y aún más: ¿qué es el sacedocio? ¿Meros confeccionadores de sacramentos? ¿Sacerdotes "litúrgicos"? ¿Cuántos sacramentos celebró Jesús de Nazareth? ¿Qué hizo en su vida? ¿Cuántas veces condenó el sexo? ¿Cuántas, en cambio, consoló y curó? ¿Quién y cómo era el Dios de Jesús? ¿Qué hemos hecho del Cristianismo?

Hasta la cena pascual había finalizado. Me habían dejado un plato con comida en la mesa. Se habían acordado de mí. Había un papel sobre la comida que decía: "Feliz Pascua. Gracias por todo. Suerte". Era suficiente para mí. No podía comer..., no mientras pensaba cómo mi pueblo moría de hambre, de olvido, de indiferencia.... 

Con la mirada perdida me senté en la mesa a meditar. Muchos cristianos dormían tranquilos, satisfechos. Habían "vivido bien la Pascua", se habían confensado y habían asistido a las procesiones y a los actos religiosos. Hasta habían sentido "Cristo Resucitado con ellos". No me enojé por ello, sonreí. De nuevo habían tenido razón Ignacio, aquel vasco recio que tanto bien hacía aún a la Iglesia: "los estados espirituales no se pueden confundir con los anímicos". Tenía ahora una total certeza, acaso una "consolación sin causa precedente": había vivido la Pascua. La experiencia del Resucitado, la Pascua, no da paz, la verdadera Pascua enciende. Podía ir a dormir o, más bien, tenía que ir a dormir, porque por delante había mucho que hacer... y mucho que pensar...


-Ex cuînk aj Galilea, 
¿C'a'ut nak yôquex chi iloc sa' choxa?
Hch. 1, 11

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