- ¿Qué
aldeas?- Me respondió aquel sacedote, alto, espigado, de piel oscura por su raza y por el efecto del sol sobre su piel.
-
Mis aldeas, Padre- respondí extrañado.
-
Las que visitamos el año pasado – aclaré
-
¿Qué aldeas?- volvió a responder con la vista perdida en el
horizonte.
El
viento soplaba fuerte y deliciosamente frío. La Capital se veía claramente
desde el campanario en el que dialogábamos. Normalmente las lluvias de la
temporada limpiaban el ambiente del polvo y éstas recién habían terminado. En
esa límpida atmósfera los volcanes se veían majestuosamente cercanos, daba la
impresión que se podían tocar con la mano.
- Ya
no existen- dijo con una extraña voz, pero que claramente respondía a un
esfuerzo por no mostrar sus sentimientos de dolor, de resignación, de
impotencia...
Éramos
un presbítero que había asimilado la elegancia inglesa, y yo, un joven
con una gran ilusión de consagrarme totalmente al servicio. Pero en ese momento
no sabía que pensar. No. En mis ojos no había lágrimas. Simplemente aún no
lograba reaccionar. No lo podía creer, era algo inconcebible. Más aún para
nuestras mentes de niños acomodados de clase media alta para arriba que,
justamente por ello, veíamos muy lejos la realidad.
-Sí,
todos los de “tus aldeas” están muertos- volvió a repetir, con serenidad,
como queriendo hacer que yo volviera a la realidad. En su voz se percibía de nuevo
una mezcla de no saber que hacer, de dolor… de búsqueda de una respuesta, de un por qué de todo aquello.
-
Eran mis aldeas, Padre- fue lo único que atiné a decir. El año anterior había
realizado una experiencia de vida allí, en la zona K’ekch’í de Alta Verapaz.
Quería servir a los más pobres. En esas personas, en esos lugares, sentía que
lo experimentaba a Él, riendo, jugando, corriendo, sufriendo… vivo!!!
Las había visitado con otro sacerdote. Este sacerdote que dialogaba conmigo y a cuyo cargo estaban,
en aquella ocasión descansaba del increíble stress al que la vivencia de la guerra lo estaba
sometiendo.
Aquellas aldeas habían sido especiales. Recuerdo como si ayer noche hubiera sucedido: hicimos un análisis del terreno porque iban a construir letrinas y ellos estaban felices e ilusionados con algo tan sencillo. Con la inocente sencillez que sólo espíritus nobles pueden transparentar. Esa
interacción me había acercado más a aquellas que a las otras comunidades que
visitamos en esa ocasión. Las bromas, las risas, los cantos, los correteos de
los niños, la plática de las mujeres que torteaban,… todo el ambiente alegraba
aquella noche cercana a Navidad.
Aquellas aldeas habían sido especiales. Recuerdo como si ayer noche hubiera sucedido: hicimos un análisis del terreno porque iban a construir letrinas y ellos estaban felices e ilusionados con algo tan sencillo. Con la inocente sencillez que sólo espíritus nobles pueden transparentar.
Recuerdo
con claridad su relato. Se lo narraron los pocos hombres y niños que lograron
esconderse y salvarse de la masacre. Bajó la guerrilla de la montaña, les pidió
comida y los indígenas tuvieron que cocinarles. Les dieron dinero por ello
diciéndoles el comandante guerrillero: “Si ustedes ganan, su suerte, si
nosotros ganamos, nuestra suerte”. Eso era el pago por sus servicios antes de
continuar el viaje para emboscar a una patrulla del ejército. Al ser golpeado, el ejército fue
en su búsqueda. ¿Quiénes le dieron de comer? preguntó el comandante del
ejército. Los indígenas le explicaron la situación. No entendió o… no quiso
entender. Amarrados de los pies al techo de la ermita, colgó a los hombres cabeza
abajo. Y en esa posición tuvieron que presenciar como la tropa violaba a sus
mujeres y a sus hijas. Luego ellas tuvieron que ver como desollaban vivos a sus
esposos, hermanos, padres, abuelos… Usando guantes para no herirse, con “hilo
nylon” para pescar, degollaron a los varones. Después continuaron violando a
las mujeres y, luego que se hartaron de ello, las mataron abriéndoles los
vientres con sus bayonetas. Allí introdujeron las cercenadas cabezas de los
varones… como última escena de burla del acto final de ese tragedia macabra, dantesca,
inhumana... pero perfecta para los militares: no se había escuchado ni un tiro, podían
continuar con su persecución.
Las bromas, las risas, los cantos, los correteos de los niños, la
plática de las mujeres que torteaban..., ya no existían, simplemente ya no
estaban. Sólo quien había tenido una experiencia, un contacto con ellos, podía
sentir el dolor de sus sufrimientos, de su ausencia, de su silencio.... Así es siempre en esta vida.
Ahora
caigo en la cuenta que el dolor por ellos, por esas personas de carne y hueso, con nombre y
apellido, que bromeaban, reían, cantaban, corrían, platicaban, cocinaba… me va
a acompañar toda la vida. Va a estar siempre presente en mí.
Pero…
y Él. ¿Había muerto Él también? ¿En dónde estaba? ¿Había muerto con ellos?
El
frío que ahora sentía no era ya sólo el propio de la temporada, el frío venía de algún profundo sitio dentro de
mí. No había caído únicamente el polvo de la atmósfera. De pronto empezaba a caer también un polvo más importante, caía... no sé de dónde. ¿De mis ojos? ¿De mi espíritu? ¿Quién sabe? Pero me estaba haciendo ver con más claridad,
no los imponentes volcanes sino algo más…
En
un silencio común, inconsciente manifestación de la identificación existencial
a la que habíamos llegado en un momento, los dos dejamos de ver hacia la
capital que, queriendo ser ajena todo aquello, seguía viviendo egoístamente su
frenesí, y volvimos los ojos, ahora sí empapados en lágrimas, al lado
contrario, en la silenciosa búsqueda de algo más allá…
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