domingo, 29 de abril de 2012

Buscar más allá...


- ¿Qué aldeas?- Me respondió aquel sacedote, alto, espigado, de piel oscura por su raza y por el efecto del sol sobre su piel.

- Mis aldeas, Padre- respondí extrañado.

- Las que visitamos el año pasado – aclaré

- ¿Qué aldeas?- volvió a responder con la vista perdida en el horizonte.

El viento soplaba fuerte y deliciosamente frío. La Capital se veía claramente desde el campanario en el que dialogábamos. Normalmente las lluvias de la temporada limpiaban el ambiente del polvo y éstas recién habían terminado. En esa límpida atmósfera los volcanes se veían majestuosamente cercanos, daba la impresión que se podían tocar con la mano.

- Ya no existen- dijo con una extraña voz, pero que claramente respondía a un esfuerzo por no mostrar sus sentimientos de dolor, de resignación, de impotencia...


Éramos un presbítero que había asimilado la elegancia inglesa, y yo, un joven con una gran ilusión de consagrarme totalmente al servicio. Pero en ese momento no sabía que pensar. No. En mis ojos no había lágrimas. Simplemente aún no lograba reaccionar. No lo podía creer, era algo inconcebible. Más aún para nuestras mentes de niños acomodados de clase media alta para arriba que, justamente por ello, veíamos muy lejos la realidad.

-Sí, todos los de “tus aldeas” están muertos- volvió a repetir, con serenidad, como queriendo hacer que yo volviera a la realidad. En su voz se percibía de nuevo una mezcla de no saber que hacer, de dolor… de búsqueda de una respuesta, de un por qué de todo aquello.

- Eran mis aldeas, Padre- fue lo único que atiné a decir. El año anterior había realizado una experiencia de vida allí, en la zona K’ekch’í de Alta Verapaz. Quería servir a los más pobres. En esas personas, en esos lugares, sentía que lo experimentaba a Él, riendo, jugando, corriendo, sufriendo… vivo!!!

Las había visitado con otro sacerdote. Este sacerdote que dialogaba conmigo y a cuyo cargo estaban, en aquella ocasión descansaba del increíble stress al que la vivencia de la guerra lo estaba sometiendo.

Aquellas aldeas habían sido especiales. Recuerdo como si ayer noche hubiera sucedido: hicimos un análisis del terreno porque iban a construir letrinas y ellos estaban felices e ilusionados con algo tan sencillo. Con la inocente sencillez que sólo espíritus nobles pueden transparentar. Esa interacción me había acercado más a aquellas que a las otras comunidades que visitamos en esa ocasión. Las bromas, las risas, los cantos, los correteos de los niños, la plática de las mujeres que torteaban,… todo el ambiente alegraba aquella noche cercana a Navidad.

Recuerdo con claridad su relato. Se lo narraron los pocos hombres y niños que lograron esconderse y salvarse de la masacre. Bajó la guerrilla de la montaña, les pidió comida y los indígenas tuvieron que cocinarles. Les dieron dinero por ello diciéndoles el comandante guerrillero: “Si ustedes ganan, su suerte, si nosotros ganamos, nuestra suerte”. Eso era el pago por sus servicios antes de continuar el viaje para emboscar a una patrulla del ejército. Al ser golpeado, el ejército fue en su búsqueda. ¿Quiénes le dieron de comer? preguntó el comandante del ejército. Los indígenas le explicaron la situación. No entendió o… no quiso entender. Amarrados de los pies al techo de la ermita, colgó a los hombres cabeza abajo. Y en esa posición tuvieron que presenciar como la tropa violaba a sus mujeres y a sus hijas. Luego ellas tuvieron que ver como desollaban vivos a sus esposos, hermanos, padres, abuelos… Usando guantes para no herirse, con “hilo nylon” para pescar, degollaron a los varones. Después continuaron violando a las mujeres y, luego que se hartaron de ello, las mataron abriéndoles los vientres con sus bayonetas. Allí introdujeron las cercenadas cabezas de los varones… como última escena de burla del acto final de ese tragedia macabra, dantesca, inhumana... pero perfecta para los militares: no se había escuchado ni un tiro, podían continuar con su persecución.

Las bromas, las risas, los cantos, los correteos de los niños, la plática de las mujeres que torteaban..., ya no existían, simplemente ya no estaban. Sólo quien había tenido una experiencia, un contacto con ellos, podía sentir el dolor de sus sufrimientos, de su ausencia, de su silencio.... Así es siempre en esta vida.

Ahora caigo en la cuenta que el dolor por ellos, por esas personas de carne y hueso, con nombre y apellido, que bromeaban, reían, cantaban, corrían, platicaban, cocinaba… me va a acompañar toda la vida. Va a estar siempre presente en mí.

Pero… y Él. ¿Había muerto Él también? ¿En dónde estaba? ¿Había muerto con ellos?

El frío que ahora sentía no era ya sólo el propio de la temporada, el frío venía de algún profundo sitio dentro de mí. No había caído únicamente el polvo de la atmósfera. De pronto empezaba a caer también un polvo más importante, caía... no sé de dónde. ¿De mis ojos? ¿De mi espíritu? ¿Quién sabe? Pero me estaba haciendo ver con más claridad, no los imponentes volcanes sino algo más…

En un silencio común, inconsciente manifestación de la identificación existencial a la que habíamos llegado en un momento, los dos dejamos de ver hacia la capital que, queriendo ser ajena todo aquello, seguía viviendo egoístamente su frenesí, y volvimos los ojos, ahora sí empapados en lágrimas, al lado contrario, en la silenciosa búsqueda de algo más allá…

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