- ¿Qué
aldeas?- Me respondió aquel sacedote, alto, espigado, de piel oscura por su raza y por el efecto del sol sobre su piel.
-
Mis aldeas, Padre- respondí extrañado.
-
Las que visitamos el año pasado – aclaré
-
¿Qué aldeas?- volvió a responder con la vista perdida en el
horizonte.
El
viento soplaba fuerte y deliciosamente frío. La Capital se veía claramente
desde el campanario en el que dialogábamos. Normalmente las lluvias de la
temporada limpiaban el ambiente del polvo y éstas recién habían terminado. En
esa límpida atmósfera los volcanes se veían majestuosamente cercanos, daba la
impresión que se podían tocar con la mano.
- Ya
no existen- dijo con una extraña voz, pero que claramente respondía a un
esfuerzo por no mostrar sus sentimientos de dolor, de resignación, de
impotencia...