domingo, 20 de mayo de 2012

Cambio...

Tenía que cambiar de rumbo. No podía seguir allí. Era cómodo, satisfactorio, pero no podía continuar allí, estancado. Tenía que hacer un gran esfuerzo, implicaba una gran renuncia, pero tenía que se coherente conmigo mismo. Eso era lo peor, lo único capaz de moverme: la coherencia conmigo mismo, con lo que creía y vivía.

Sacudí la cabeza, como despejándome, y fui consciente del frío aire de noviembre sobre mi rostro. Noviembre, otra vez noviembre ¿por qué siempre en noviembre? Tomé la decisión. Tenía que salir del aquel estado en que me encontraba y virar. Lo hice. Me desprendí de aquellos niños y de aquel juego callejero de béisbol y me dirigí a la Universidad. 


Por mi cabeza pasaban, revueltos, los pensamientos. La Serie Mundial de béisbol recién había concluido, "el clásico de otoño". Estos niños habían desatado aquel estado en el que me encontraba. Lo jugaban con palos viejos de escoba por bates, pelotas hechas de trapos metidos en un calcetín, piedras por bases... El béisbol nos fascinaba, era el deporte que jugábamos en los ratos libres en la secundaria, pero con equipamiento distinto, propio de una clase social más alta.  Ese contraste era justamente lo que había desatado mis pensamientos, lo que me había sacado de mi indiferencia, de mi vegetar por la vida, de mi inconsciencia, de mi acomodamiento.

¿No había recibido ya suficiente en la vida? Una familia integrada, con suficiente holgura económica. Jamás me había faltado nada. Aquel semestre había sido la nota más alta de matemáticas en toda la Universidad. No llevaba mi Mustang por temor a que sufriera daños. Por eso iba caminando. Por eso les había encontrado, jugando alegremente en la calle. ¿Y ellos? ¿Qué habían recibido? ¿Por qué tan poco? ¿Qué tenía yo que hacer frente a esa situación? ¿Cuál era mi responsabilidad frente a esos desposeídos, ninguneados, reprimidos, desesperanzados, despojados? ¿Podía seguir con mi indiferencia?

Y lo peor es que razones no habían. Era la suerte. La suerte de haber nacido en una u otra familia. ¿Suerte? ¿O algo más? ¿Había algo o alguien que lo propiciaba? Y si así era, si había una influencia externa, ¿por qué a mí sí y a ellos no? ¿Solamente "el amor", como lo proclaman las prédicas baratas, incapaces de ir más allá? No. Esa no es una respuesta satisfactoria, porque eso implica que no hay amor para los desposeídos, lo cuál es una mentira total que solo fomenta la incredulidad y el ateísmo. ¿Cuál era entonces la razón?

Pero..., ¿valía la pena seguir buscando razones? ¿No era mejor colaborar en solucionar la situación de ellos como pudiera?

La ciudad universitaria estaba frente a mí... esperándome. Y continuaba el trabajo que los jesuitas habían iniciado desde mi más tierna infancia. "Ojalá que cuando te gradúes, no te gradúes de burgués", gritaba uno de los bellos murales, verdaderas obras de arte moderno, que ocupaba toda una pared de unos tres pisos. "Los gorilas al zoológico, los hombres al poder" rezaba otro con la imagen de un gorila vestido de militar pegando con un garrote a otras personas. "Las casas de cartón", "Cristo al servicio de quién?", "Qué pasa en el mundo", "Por qué no unirnos"... la música que sonaba continuamente en los altavoces de la facultad. Aburrían, pero creaban conciencia, se nos metían en lo más profundo, al menos a los que estábamos abiertos al sufrimiento de los demás. Ideólogos, muchas veces ateos, que tenían más conciencia, que se conmovían más ante el sufrimiento del otro que muchos mal llamados cristianos.

Algunos..., muchos, más bien, de los que jugaron beis conmigo, cerraban su ojos y oídos a ese otro tipo de juego de beis, al de los niños pobres, al de los ninguneados. Los seguían ninguneando, no les convenía salir de su placentera indiferencia, de su religiosidad liturgista. Con su cumplimiento querían alcanzar un cielo que no era más que continuación de su situación de comodidad y bienestar. Sólo querían acallar sus conciencias burguesas. No querían aceptar que en las calles había temor, se palpaban el enfrentamiento, la represión, la subversión y que casi podía percibirse el olor a sangre y pólvora que dejaba el enfrentamiento entre hermanos.

Había una voz interna que no susurraba, decir eso sería mentira. Más bien gritaba, a veces exigiendo: "¡ve dáselo a los pobres y...." a veces preguntado : ¿¡¡¡qué hicieron Ignacio, Francisco Javier, Francisco de Borja, Estanislao de Kostka..., qué dejaron, que hicieron, cómo se entregaron!!!?

Ya había experimentado como más allá, atrás de aquellas montañas que se veían al fondo, había algo más... Los trinos de los guardabarrncos y el susurro del viento entre la vegetación había sido sustituido por el traqueteo de la metralla y el retumbar de los cañones. Por las veredas el caminar del tepezcuintle y el tacuatzín, habían sido sustituidos por el paso de los gigantescos camiones verde olivo y las botas. Lo había vivido, nadie me lo había contado. ¿Podía continuar indiferente ante todo esto que abrumaba mi ser?

¿Era yo el que escrutaba en esa realidad, el que buscaba o... más bien era Alguien que me buscaba a mí? ¡No! Ni lo uno ni lo otro sino ambos: me buscaba y le buscaba, así es el amor. Una mutua búsqueda. Pero que obligaba a cambiar.

Tenía que cambiar de rumbo. No podía seguir allí. Era cómodo, satisfactorio, pero no podía continuar allí, estancado. Tenía que hacer un gran esfuerzo, implicaba una gran renuncia, pero tenía que se coherente conmigo mismo. Eso era lo peor, lo único capaz de moverme: la coherencia conmigo mismo, con lo que creía y vivía.

Ya no era un dejar de contemplar y reflexionar pasivamente aquel juego de niños. Ahora era dejar de contemplar y reflexionar pasivamente sobre el juego de la vida...

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